10.10.08

Go to Berlín

Terminó el seminario. Fue anoche con una cena de despedida como las que hacen en Bavaria durante el Oktoberfest, la gran fiesta alemana que celebra la cosecha desde tiempos ancestrales. Discursos de la directora, algunas palabras de los participantes y una cálida entrega de diplomas coronaron una comida abundante acompañada por champagne, vino o cerveza. Cerveza, siempre cerveza hay en Alemania y cualquier excusa es buena para tomar jarras de a un litro y la fiesta que vino después de la cena bien lo valía.

Al fin de cuentas llevó dentro mío la melancolía del Río de la Plata, desconozco de donde me viene pero en momentos como estos empieza a tomarme la nostalgia antes de tiempo. Todo me conmueve en las despedidas. Esa idea de haber compartido las 24 horas del día durante doce días con gente que nunca más volverás a ver es para mí como un salto al vacío sin red. El mundo es gigante y sus culturas son tan diversas como las distancias geográficas entre los continentes. Sin embargo, la fiesta de ayer era conmovedora: en un pequeño sótano que tiene la Academia dos decenas de personas de quince países bailaban al son de la bilirrubina intentando imitar la maravillosa danza de German, el periodista Hondureño que dictaba los movimientos del cuerpo. Más allá, la colega llegada desde Kenia sorprendía a todos con su baile, mientras que una egipcia intentaba coordinar pies y brazos para danzar la música del caribe, mi nueva amiga china no paraba de sonreír, entre la vergüenza y el asombro.

A la medianoche a dormir y bien temprano nos llevan al aeropuerto. Me dispongo a ser durante tres días un argentino perdido en Berlín. Salgo desde Colonia a las 11.15 en un vuelo de Lufthansa pero al llegar vuelvo a sentir que parezco condenado a tener vuelos cancelados. “Your flight this one cancelled", me dice desde el otro lado del mostrador una amable alemana, no puedo reprimir mi y las costumbres argentinas y comienzo a imaginar a centenares de alemanes enfurecidos gritando cosas imposibles de entender frente a empleados sin respuesta, pero todo dura un minutos. Me invita a pasar al otro mostrador donde me darán informes, camino con mi valija que va perdiendo trozos de tela a cada paso mientras pienso en cuantas horas me quedaré aquí. Me recibe, Diana, otra empleada que lo primero que hace es ofrecerme un teléfono para avisar que voy a llegar más tarde y en segundo lugar me imprime un ticket para volar una hora más tarde por Airberlin. Mi demora sólo será de una hora, pero como llegué una hora antes del vuelo perdido me quedan dos horas en este no lugar, por suerte tengo una gran compañía: el desopilante libro de Ariel Magnus, Un chino en bicicleta, que publicó Editorial Norma.

Son páginas geniales. Como pocas veces me pasó con una novela esta me hace reír a carcajadas pero además me transporta a las calles de Buenos Aires con descripción tan rica que por momentos me siento clavado en Aeroparque y no rodeado de alemanes que toman cerveza a las diez de la mañana con la misma sencillez con la que yo tomo un capuchino con una medialuna gigante acompañada de mermelada y manteca.

En otro post seguiré con Magnus tengo que subir al avión. Gate D50 a las 12.10.

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