29.7.07

El abuelo Pinucho en Perfil


Con mucha sorpresa y enorme gratitud recibí un par de semanas atrás una invitación para escribir en el diario Perfil una columna que iba a acompañar una producción con una selección de fotos hechas por mi abuelo Pinucho durante sus años de trabajo en el gobierno peronista.

El suplemento se publicó hoy y cuando lo vi no lo podía creer: son treinta y dos páginas dedicas al laburo del abuelo que se pueden ver también haciendo click aquí.

Esto es lo que los muchachos de Perfil me publicaron en la última página de esta, que creo, es la primera edición especial del suplemento El Observador:

Mi abuelo Pinucho Los abuelos dejan siempre una marca indeleble, son los que vivieron lo que leímos en los libros, los que estuvieron en los hechos que nos enseñan las maestras en las escuelas. Son la sabiduría que siempre está dispuesta a responder nuestras preguntas y saciar nuestros caprichos.

Los abuelos dejan siempre una marca indeleble, son los que vivieron lo que leímos en los libros, los que estuvieron en los hechos que nos enseñan las maestras en las escuelas. Son la sabiduría que siempre está dispuesta a responder nuestras preguntas y saciar nuestros caprichos. Cuando los padres niegan algo, seguro que hay un abuelo que cumplirá los deseos denegados. No saben decir que no y la complicidad con sus nietos es única.

Siempre sentí así a mi abuelo Pinucho, fui su primer nieto y durante muchos años el único varón, lo que me hizo su cómplice en largas tardes de charlas, en horas en las que curioseaba en su laboratorio o en las que nos pasábamos horas viendo fotos. De esa etapa sólo guardo conmigo un puñado de anécdotas que me contó mientras mirábamos autos desde su ventana en el tercer piso sobre la calle Curapaligüe.

La trágica historia de nuestro país me quitó la posibilidad de ver con él sus fotos de la etapa en que trabajó en el gobierno peronista: el irracional odio y la intolerancia absurda que llevó a prohibir la palabra Perón hizo que no las tuviese en su casa, por eso gran parte del material que hoy publica PERFIL es inédita también para mí y para todos sus nietos. Otras fotos las conocí hace muy poco gracias a la labor persistente y obsesiva de mi tío por preservar la memoria de su padre y con ella un retazo importante de los últimos sesenta años.

Mi abuelo Pinucho despertaba curiosidad desde el momento en que lo bautizaron Pinélides Aristóbulo Fusco. Alguna vez escuché en la familia que el nombre que sus padres quisieron ponerle era Pílades, pero un empleado del registro civil decidió que se llamara con ese nombre único e irrepetible. El abuelo amaba los diccionarios y siempre recuerdo la alegría y emoción que tenía el día que se compró los dos tomos del diccionario de la Real Academia Española. Parecía un chico con chiche nuevo, se pasaba la tarde leyéndolo como si fuese una novela.

Para algunos vecinos un poco gorilas, mi abuelo era el hijo de un viejo dirigente socialista “que había tenido un problema, porque le salió un hijo peronista”; para sus alumnos, era el profesor Fusco, para sus compañeros del Mariano Acosta, el que dirigía la revista del colegio con Julio Cortázar; dicen que para el General y para Evita era “Fusquito”; para sus nietos era el que nos regalaba a cada uno un billete marrón el día del cobro de la jubilación; para sus tres hijos un orgullo; para mi viejo –un radical antiperonista que se casó con su hija peronista–, un contendiente más para discutir de política, pero también el compinche para tomarse un vasito de vino o ver un partido de fútbol.

Todo eso fue mi abuelo. Pero también fue el que, cuando entraba en la adolescencia, me hizo escuchar a la orquesta de Pichuco, el que me enseñaba cada tarde los tesoros que albergaba su biblioteca, donde la colección de clásicos convivía con la más variada literatura y, como no podía ser de otra manera para un peronista como él, con los tomos de historia de José María Rosa. El que me llevaba a la confitería Las Violetas a tomar un “feca”, porque aseguraba que ahí se comían “las mejores medialunas de Buenos Aires”; el que me acompañaba al cine Continental, en Carabobo y Avenida del Trabajo; el que puteaba cuando abría los suplementos deportivos de los diarios porque no podía soportar que nunca se publicaran las fotos con la pelota entrando al arco; el que me contagió la adicción a la radio, al chocolate amargo y a la buena mesa.

Cuando empecé la Facultad, lo fui a ver después de cursar la primera clase de Semiología y como siempre tenía respuestas (y si no las buscaba). Me regaló el Tratado de Lingüística General, de Ferdinand de Saussure.

Para mi tristeza, murió unos meses después, dejándome con miles de preguntas que nunca pude hacerle. Era de madrugada cuando llamaron del sanatorio donde estaba internado para comunicarnos lo irreparable. Me abracé a mi vieja y me fui a rendir Semiología. Me tomaron Saussure.

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