8.8.06

El amigo de Seba

Este fin de semana se hizo el Plenario Federal del ARI en La Pampa, lugar al que no llegan ni regresan aviones durante el fin de semana y adonde los micros que van y vienen, directo y sin parar, son escasos.

Así, el viernes después de nueve horas y media lleguemos con Maxi y Seba a Santa Rosa a las 7.30 en un micro que nos trajo desde Retiro. El congreso se desarrolló durante ese día y el sábado en tranquilidad y con un clima agradable. Como casi siempre, hubo conferencia de prensa, charla pública y Plenario. La única novedad fue que esta fue la primera ocasión en la que Lilita no participó del debate. Hasta ahí no muchas sorpresas. Todas juntas vendrían en el viaje de regreso.

Para volver tomamos un micro de Chevallier que sale de Santa Rosa –a seiscientos kilómetros de Buenos Aires- a las dos y media de la tarde. Butacas 10,11 y 12 para Maxi, Seba y yo en un micro que no deja pueblo por visitar. Pero la caja de pandora viaja en la 13, a la izquierda de Seba: un hombre de mediana edad con mocasines marrones, un pantalón raído, camisa bordó y una campera sencilla como único abrigo lleva como equipaje una bolsa de polietileno blanca con un termo, yerba, mate y bombilla. Tiene una mirada helada y la piel de su cara denota la vida en el campo.

No pasan quince minutos arriba del lechero cuando le dedica sus primeras palabras: “me servirías un café”, dice y mi amigo, amable como es, se levanta y va hasta la vasija metálica que ponen a disposición de los pobres pasajeros, para servirle un vasito de plástico. A partir de este primer intercambio, comienza a contarle las razones de su viaje.

Resulta que a nuestro flamante amigo le vendieron un celular, que pagó ciento treinta y cuatro pesos y que no funcionaba. El teléfono se lo habían vendido en Buenos Aires y por lo tanto se disponía a trasladarse para reclamar por la estafa sufrida. “Te sale más barato comprarte otro en Santa Rosa”, repuso Seba con criterio pero el amigo no tenía interés en escucharlo porque se aprestaba a contarle otras cosas. Después de hablarle durante una media hora de los problemas que le había ocasionado el teléfono le contó que había estado Carrió en La Pampa. El la había escuchado por radio “defendiendo el campo”, según dijo y le caía bien. “Parece que dice la verdad”, nos dijo y le volvió a preguntar si el creía que el domingo el lugar donde le vendieron el teléfono iba a estar abierto. “Me aceptarán el reclamo”, interrogó una y otra vez sin saber que su interlocutor era uno de los legisladores que representa a la señora que él había oído por radio esa mañana.

Carlos Pellegrini, Juan José Paso, Catrilo, San José, y muchas, muchas paradas a la vera de una ruta casi desierta se suceden durante las primeras tres horas de nuestro regreso. En una de esas y cuando el sol comienza a ocultarse sobre la pampa una pequeña discusión se origina entre un grupo de mujeres que quiere subir al micro y no aceptan la explicación del chofer que dice no disponer de más asientos. “Viajo parada”, grita una señora que llevaba media docena de bolsas colgadas de su cuerpo, pero su reclamo es inútil, la mole con ruedas se va y la deja en la estación fría a esperar que el próximo le permita llegar a destino. Arriba, el amigo de Seba recita poemas de Atahualpa Yupanqui.

Pero hay quienes se suman al micro. Una es una rubia de no más de treinta y cinco años que porta un bolso enorme y lleva consigo a una nena de tres y a su hermano que la dobla en edad. Los tres tienen un asiento, dos butacas delante de Seba, del lado de la ventanilla, a la izquierda de otra mujer que subió en Santa Rosa y que también se traslada con un bolsón que, por sus dimensiones, no parece ser el más adecuado para este medio de transporte. La cosa se pone brava cuando los chicos, apretados entre la ocasional acompañante, los bolsos, la ventanilla y los kilos de la madre, comienzan a hacer lo de todos los chicos, intentar salir e irse a caminar y jugar. Los chicos siempre quieren irse de donde están, salvo cuando los mayores quieren que se queden. Cuando el más grande cruza a la señora del pasillo por quinta vez, a la mujer se le termina la paciencia y sin diplomacia -frente al silencio de la madre y el espanto de la hermanita- lo conmina a que esa sea la última. El micro baja la velocidad y no hay necesidad de más amenazas, porque la rubia y sus hijos terminan su viaje. Ya es de noche.

Ahora el amigo de Seba toma mate. Acaba de subir de la Estación Trenque Lauquen y esta furioso porque el agua se la cobraron cincuenta centavos. Para él la culpa es de la zona. “Acá todo vale el doble”, dice y tiene razón si coincidimos en que el agua debe ser gratis y, tal vez, 0,50 sea el doble de nada.

Las paradas se suceden y el amigo de Seba aprovecha cada una para bajar. Al minuto sube y comienza otra historia que termina siempre en el fallido teléfono celular. A esta altura ya advertimos que es un personaje curioso que va mechando tres párrafos en castellano con uno en alemán y que en medio de la confusión va tirando datos de su biografía. Nació en San Miguel Arcángel hace 49 años, tiene una hija en Río Grande y hace unos treinta años un tío obispo lo mandó a Alemania. Frankfurt fue su destino, nos cuenta. Pero más le gusta Saliquelló, que está cerca de nuestra décima parada. Otra vez baja. Nosotros también. Aburrirse en un lugar incómodo es más aburrido.

En Pehuajó suben dos personas, uno debe tener más de treinta y menos de cuarenta, pero resulta difícil descifrar cuan cerca está de cada uno de esos extremos. Lo acompaña un flaco alto, bastante más joven, que se vanagloria de haber podido llenar su termo sin pagar un centavo y que ocupa la butaca que acaba de dejar vacía la señora de las criaturas. El otro se sienta en el asiento que esta justo adelante del de Seba. El amigo nuevo de Seba cambia su butaca y se sienta con el mayor, que le cuenta cuanto pagó una pensión allí. Hablan dos o tres paradas más sobre los pueblos de la zona y sobre una supuesta colonia alemana en Pigue. Le cuentan que van a Buenos Aires a vender imágenes de santos que hacen ellos. Son artesanos. El amigo de Seba les cuenta del celular.

En Carlos Casares se arma otra vez: sube una mujer blandiendo su pasaje y reclamando el asiento del amigo de Seba, en cuya butaca ahora se sienta una mujer mayor con poca vista que vio 18 donde decía 13. “Señora puede sentarse atrás que diferencia hay”, intenta convencer a la mujer que no tiene cara de compadecerse de nada y sólo repite que ese es su asiento. “Que le cuesta”, insiste y le hace una sonrisa. Pero la mujer levanta la voz y grita que ella quiere el pasillo y no la ventanilla y que ese es su lugar. Porque no lo puede pedir bien es la última pregunta del amigo de Seba que se para despotricando en alemán.

Vuelve a la izquierda de mi amigo. Le pide otro café que Seba alcanza servicial. Y ahí empieza otra historia: en realidad –cuenta- se está yendo a Buenos Aires porque quiere encontrar a una mujer paraguaya para casarse e irse a vivir a La Pampa. “Las paraguayas no se van, son compañeras y trabajan codo a codo con el hombre. Nunca te abandonan, por eso tengo que encontrar una”, explica y en la oscuridad del micro saca un teléfono celular y pregunta cuanto puede salir una batería que reemplace la que ya no funciona.

Otra parada. El amigo de Seba baja, fuma un cigarrillo, llena el termo y vuelve a ocupar su lugar.

Vos de donde sos, le pregunta a Seba. De Morón, responde entre bostezos. Ah Morón, en el 76 tenía una novia a la que quería mucho, pero un día se fue a la Facultad y se la llevaron y nunca más apareció, nos cuenta. Su mirada queda fija en la nada, sus ojos se hacen transparentes y la oscuridad del micro hace todo más triste. No la vi más, agrega. Los tres nos miramos, empezamos a entender todo cuando sigue contando: Ahí quedé muy mal, no podía estar acá y me fui al sur. A Río Gallegos llegué en el 78 y me enamoré de otra chica que se vino a estudiar a La Plata y vos podés creer que le pasó lo mismo. También la sacaron de ahí. Hijos de puta dice y se golpea la mano izquierda con el puño derecho.

Medianoche en Morón. Bajamos del Chevallier. Nuestro amigo toma mate y conversa con los artesanos. Suerte compañeros, hasta la próxima, dice con una sonrisa.

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